Caminar por la noche al aire libre, bajo el cielo silencioso, junto a un río de aguas tranquilas es siempre misterioso y remueve las profundidades del alma. En esos momentos estamos más cerca de nuestros orígenes, sentimos nuestra proximidad con animales y plantas, despertamos memorias de una vida primitiva, cuando aún no se habían construido casas ni ciudades y el hombre errante, sin suelo fijo, podía amar y odiar el bosque, el río y la montaña, el lobo y el azor como sus semejantes, como amigos o enemigos. La noche también aleja el sentimiento tan común de una vida colectiva; cuando no hay ninguna luz encendidad ni se oye una sola voz humana, el hombre en vela siente su aislamiento, se siente separado de todo y abandonado a sí mismo. Ese imponente sentimiento humano de estar irremediablemente solo, vivir solo y probar y soportar solo el dolor, el miedo y la muerte, está presente en el fondo de cada pensamiento, para el fuerte y joven como una sombra y una advertencia, para el débil como un espanto.
Xavier
al frente, el sol calentando
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