Yo, desubicado en esta vida.

Cantaban sirenas cerca del lugar. Nadie parecía querer escucharlas, pero en el fondo todos estábamos atentos a cualquier cambio de tono o sintonía. Mirabas de izquierda a derecha y en lo que duraba esa aventura explosiones de color inundaban tus ojos. El cuerpo como suspendido en el aire no paraba de moverse. A lo lejos, en otra frecuencia, pero presente, había un redoblar de tambores que aturdían sin cesar. Veías hombres con hombres, mujeres descolocadas, y jóvenes en busca de algo que todavía yo no he descubierto plenamente. Poco a poco las sirenas iban acallando sus cantos, entonces, sólo entonces, aparecía el martillo de Thor para colocarte la cabeza en su sitio y retomar el volumen sonoro de las sirenas en su óptima posición. Sabías que no debías, que no querías, pero ahí estabas; y lo mejor, disfrutabas. Dialogando con la comunidad como nunca lo habías hecho, con soltura, con convicción y alegría. El alba ya llegó y se marchó... hace tanto que se fué y aún por aquí. De repente los tambores dejaron de sonar. La comunidad de manera automática va desaparaciendo, los nuevos marineros todavía encantados por los cantos de sirena nos alíamos para zarpar los mares en otro barco. Por desgracia, o tal vez por fortuna, después de recorrer mares de cuatro mundos no encontramos la nave para zarpar. Ya estábamos en tierra, y aquí el canto de las sirenas era sólo un recuerdo. Con un carro de fuego nos retirábamos al infierno cuando apareció la oportunidad de volver a escuchar a las sirenas.. Sí, las escuchamos, pero ya nada fué igual, pues estaban grabadas en cassette. Por fin, y por segunda vez llegó el alba para por fin saltar al Hades. De aquí, aunque no nos guste, es de donde procedemos y pertenecemos. Ya no oigo a las sirenas, pero las recuerdo...