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Mano a mano, el frío ensordecedor del silencio y el vacío agobiante de este lugar infinito han conseguido congelar completamente toda la sangre que fluía por mis inconscientes venas, y ese calor intenso que recorre todo mi cuerpo, empezando por los pies, hará que estalles. Cada vez me aprietas más. Noto que de la frente te sobresalen dos gigantescas mangueras azules que presumen formar parte de tí. Y ella que no está. Una gota de sudor, punzante como un cuchillo, resbala por mi frente y suavemente impacta en mi pecho para convertirse en millones de alfileres que dibujan un alegre corazón torturador alrededor del lugar de colisión. De mis axilas crecen dos enormes serpientes de cristal que recorren mis dos costados hasta apoyarse en las caderas para curvar su geométrico cuerpo hasta llegar a mi ingle y dejar reposar sus redondas cabezas entre el bello de mis testículos. Mis pies y piernas, olvidados de la definición de cinemática, residen, donde fuera que sea, de manera descuidada, por parte de tu cerebro, en un estado de éxtasis total anhelando un toque de vida. Y ella, lejos. Pero por esto da igual, el dolor no es dolor comparado con el dolor que ofrece el dolor de corazón, dolor que se origina por el dolor de regalo, que se ofrece, se da y se inculca sin uno saberlo, y por ello es el peor dolor, por no tener conciencia del dolor al que ha de sobrevivir ella, dolor que me duele que le duela, y casi más me duele haberle causado el dolor que no poder aliviarle de él. Pongo mi fe en su corazón como ella lo pone en el mío.

Xavier
carta a mi cabeza

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