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Las gotas de agua van golpeando los toldos de las tiendas de al lado de mi calle, los coches abordan el asfalto emulando a Moisés en su huída a Egipto y yo de mientras no hago más que garabatear una figura todavía no definida. Los relojes de mi casa parecen extraños al ritmo de las paredes, un tono grisáceo se ha apoderado de los muebles del comedor y la impoluta botella de Moskovskaya se presenta ante mí como vieja y desalmada. La nevera, donde reside de forma desahuciada el cartón de leche, zumba ligeramente y un olor agrio, mezcla de lejía y vinagre, inundan la cocina. En el congelador reposan, cómo antiguas tumbas de grandes guerreros esperando a ser descubiertas, unas bolsas de hielo. Cerca del fregadero, en un escurridor de plástico ya castigado por los años, un vaso de cristal sufre con tristeza mi poca habilidad para hallar el quinto elemento. Sí, se adivina, todavía no he encontrado Kalhúa.

Xavier
ese White Russian que me desespera

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