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Me despierto con la sensación que hace menos de dos horas me acosté. Dirigo mi cuerpo todavía torpe hacia el cuarto de baño, necesito lavarme un poco la cara para poder llegar hasta la cocina y preparame el desayuno. El zumo de naranja y la taza de cacao me acompañan cada mañana. Sigo mi penitencia entrando en la ducha, por unos momentos puedo incluso, a llegar a sentirme bien; esto dura poco, pues me asaltan las agujas del reloj a la cabeza y con sus afiladas hojas cortan de cuajo cualquier tipo de pensamiento positivo. Con dificultad y sin demasiado glamour me froto con una toalla seca y áspera todo el cuerpo para secarme, después el peine con sus desafiantes y ordenadas púas retan a mi revolucionario e inocente jardín. Con los minutos acechándome consigo disfrazarme de yuppie en lo que se tarda en calentar una taza de té en un microhondas moderno. Agarro un maletín negro en una mano y un paragauas rojo en la otra; sólo me queda echar un vistazo atrás, dónde descubro la lúgubre soledad de los muebles ya gastados y cansados por el paso de los años. No es el momento para arreglar cuentas con ellos, vuelo a la calle. Sin miramientos ni delicadeza con los demás transeúntes entro en la estación del ferrocarril deseando, como cada mañana, que no se haya olvidado de mí, y casi con más fuerza, que haya un asiento vacío esperándome. De pie en un vagón viajo unos 8 kilómetros, dos minutos más y entraré en la sala de torturas dónde campan a sus anchas el más variopinto personal que uno pueda imaginarse. Ratones ópticos emitiendo luces rojas, portátiles y sobremesas zumbando sin cesar, el timbre de los móviles participando en una carrera infernal por morir el último, y esas cabezas, esas cabezas que hablan, que miran, que ríen, que a veces incluso gritan; forman un circo singular del cúal sin remediarlo formo parte. Los dedos me crujen, se agarrotan, y pierdo casi la sensibilidad en ellos; esto me indica que es hora de comer. No entraré en los detalles de la aventura de la ingestión de sólidos. Para ello necesitaría todo un capítulo de mi vida, ese que, precisamente, me roba. La tarde cae, y con las agujas dando las seis de la tarde repito la procesión del ferrocarril en sentido inverso. Cuando vuelvo a mis muebles, todo sigue siendo igual. Ceno cualquier cosa, puedo incluso, a veces, no cenar. Tal vez leo algo, fumo un pitillo, o dos, preparo en un vaso de cristal un white russian y al tiempo que lo vacío me preparo un canutillo. Algo de música, el humo de la hierba enredándose entre mi barba sucia del combinado y un intento cruel y desesperado de evadirme de este mundo. Adivinando los pasos llego hasta mi cuarto donde me derrumbo en el catre, luego, me despierto con la sensación que hace menos de dos horas que me acosté.


Xavier
aún a veces se siente algo

1 Comment:

  1. Anónimo said...
    Por lo menos al ritual no tienes que añadir zapatos tacones que te aprietan tanto que al final del día ya te crees que te están apretando el celebro.
    Ayyy, el circulito vicioso de la vida cotidiana.

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